1917–2008: Un optimista del espacio

Por , el 29 marzo, 2008. Categoría(s): Educación/Opinión ✎ 2

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La capacidad de anticipación tecnológica de Arthur C. Clarke merece ser horada; debemos apreciar su optimismo infinito.

Se necesitaba una mente poco habitual, siendo un londinense que vivió en 1944, para ver a los cohetes V2 que llovían sobre la ciudad durante los bombardeos nazis como un motivo de esperanza. Pero el entorno intelectual del momento, enriquecido gracias a las visiones cósmicas de personas como Desmond Bernal, J. B. S. Haldane y Olaf Stapledon, produjo unos pocos casos de optimismo como el mencionado. Freeman Dyson, un joven y brillante matemático que servía entonces en los bombarderos tradicionales que cruzaban el Canal de la mancha en sentido contrario al de las V2, vio una esperanza en los costes del evento: los recursos gastados por el enemigo en cohetes poco eficientes no podrían emplearse en aviones de combate más efectivos. Arthur C. Clarke, por aquel entonces un joven ingeniero de radar y un autor de ciencia ficción en ciernes, encontró su esperanza en el hecho de que, en ruta desde el continente europeo a Inglaterra, los cohetes pasaban a través del espacio exterior, y por tanto la tecnología necesaria para viajar a otros planetas estaba al alcance. La leyenda sostiene que cuando Clarke y sus amigos de la Sociedad Interplanetaria Británica escucharon pasar a un V2 mientras bebían en el pub, se pusieron de pie y brindaron por la era espacial que estaba a punto de comenzar.

Optimismos de esta clase nacen de la habilidad de ver más allá de lo obvio, una habilidad que le sirvió a Clarke, recientemente fallecido el 19 de marzo, tanto en su tarea literaria como en sus predicciones. Clarke, que basaba sus escritos en ciencia rigurosa, no solo previó la tecnología del satélite de comunicaciones geoestacionario, sino también los efectos que tales tecnologías achicadoras de distancias tendrían en el devenir del mundo venidero. Tal y como afirmó con su típico optimismo ante los dignatarios que firmaron los acuerdos de 1964 que creaban el sistema Intelsat: «Acaban ustedes de firmar el primer borrador de los Artículos de la Federación de Estados Unidos de la Tierra». Pero no solo veía el lado bueno a las cosas, en 1960 publicó en Playboy un pequeño e irónico texto sobre la decadencia y la pornografía vía satélite llamada «Recuerdo a Babilonia«.

La ironía era una de sus frecuentes herramientas. Pero la intención que Clarke buscaba en sus escritos era principalmente la de inspirar asombro, especialmente el asombro de la trascendencia – el asombro de contemplar un artefacto informe y exclamar maravillado «Dios mío, ¡está lleno de estrellas!» En ese momento de 2001, una odisea del espacio, al igual que otras muchas ocasiones, Clarke mostró a sus lectores la maravilla del umbral que se está a punto de cruzar, el cosmos al que estamos a punto de unirnos. No obstante, lo hacía con una humanidad que insistía en mostrar que sus lectores no eran insignificantes ante tal inmensidad – o mejor aún, que su insignificancia no les disminuía, sentados como estaban a la orilla de lo que habría de venir.

La visión tecnológica en su libro de ciudades lunares y hombres viajando a Júpiter, recogida de forma magnífica en la película de Stanley Kubrick, se veía flanqueda por esta clase de orillas – el despertar de la conciencia humana en el hombre-mono al que Clarke llama Moonwatcher (el que mira a la luna), y el retorno de un Ulises de la era espacial que viaja a través de un pozo de estrellas hacia un hogar que está a punto de cambiar por completo. Moonwatcher o moon-walker (el que camina por la luna), Clarke decía que siempre estamos al borde del comienzo, siempre de algún modo en la prehistoria. Ver llegar la deslumbrante luz del día, el primer y tenue hilo de sol, era su gran placer.

En la década de 1970, Dyson, para entonces un lumbreras de física matemática, exploró las posibilidades de la vida en constante fuga hacia los más lejanos dominios del futuro. Su intención era la de agitar el espíritu de Clarke. Tal y como este le contestó:

«Hasta que no pasen miles de millones de años, no comenzará la verdadera historia del universo.

Será una historia iluminada solo por el rojo e infrarrojo de las aburrridas estrellas resplandecientes, que casi permanecerán ocultas a nuestros ojos; aún así los sombríos matices de ese quasi-eterno universo parecerán llenos de color y belleza a como quiera que sean los seres extraños que se hayan adaptado a él. Sabrán que antes de ellos… pasaron años que literalmente habría que contar por billones.

En esos eones infinitos, tendrán el tiempo necesario para intentar toda clase de cosas, y para adquirir toda clase de conocimientos. Serán una especie de dioses, porque ningún dios que podamos imaginar en estos momentos tendría los poderes que ellos dominarán. Pero aún así, probablemente nos envidien, regodeándonos en la brillante luz nacida tras la Creación; ya que conocimos al universo cuando este era joven».

Es un don escaso – aunque potencialmente compartido por cualquier científico – encontrar placer y satisfacción en ser ecuánime frente a lo trascendente, y en estar lleno de esperanza por las maravillas que el intelecto, y no la fe ciega, promete a aquellos que lo exploran. Clarke se dedicó a regalarnos ese don, y todos nosotros deberíamos apreciarlo.

Traducido de 1917–2008: A Space Optimist (editorial de la revista Nature dedicada en memoria de Arthur C. Clarke).



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